Monday, July 14, 2008

sensación IV.doc

En los edificios nos tenemos encerrados esperando a que alguien muestre la enfermedad. Correr, como siempre lo hemos echo. Alienarnos en nuestro estado de victimas redimidas; el dolor que causamos es ahora la privación del espacio público; solo quedan estos cubos de concreto donde vivimos cien o doscientas personas, esperando que todos caigamos como un intrincado dibujo de dominó, con la gracia de quien ha sobrevivido.

No tendremos la montaña que descubrí esa mañana, después de la poda del árbol que tapaba toda mi vista. Los diferentes planos: cables que parecen surcar libres todo el país llevando su luz, la cordillera recorrida por nubes de acuarela, árboles de forma irregular, sin ningún color que recuerde el Apocalipsis.

Hemos aprendido a no permitirnos nada. Por lo menos eso es la herencia de la catástrofe. Todo partió en un acantilado, sin respuesta. Ahora las preguntas son un hábito abolido; comemos en silencio concentrados en el hambre, recordando que en un tiempo teníamos frutas como colores en un prisma, y que ahora llevamos la carne prestada, con un curioso tic tac marcando la infiltración. El aire traerá la muerte.

No puede ser la sorpresa. No lo merezco por eso habito mi mente, las palabras. Por fin nos hemos vuelto bestias; nuestras espaldas se han ido curvando en la posición de defensa. Alguien, alguna vez, llevó esa espalda a todos lados antes de darse cuenta que se le quebraría el pecho; bestia de antemano: la entrada de la enfermedad por los surcos del cuerpo. Fuiste la primera en decirnos el encierro.

Ahora ¿Qué número te corresponde? (no estoy hablándote a ti, sino a ti). Llevar la cuenta es la única forma de estar preparado. Quizá me roben la última esperanza de un paisaje, quizá pueda descubrir en tus ojos que la muerte no es una bandera (nosotros, manchados de sangre, el único encuentro la mácula). En estos edificios los hombres se han arrancado los brazos luego de mostrar las primeras heridas. Los curamos, los sanamos y luego nos embistieron obligándonos a correr. En un tiempo odié el movimiento, la derivación cartesiana del proyecto de vida. Ahora extraño a Rimbaud, de cual no he leído nada en 15 años; sus pies heridos por el trigo y su cuerpo arrojado desvariando como los griegos con las estrellas que le hablan son mis únicos recuerdos. A veces, cuando el día le va ganando a la noche (nunca dormimos más de 2 horas) pienso que quizá yo fui Rimbaud, que quizá esta bestia que soy es el traficante de hombres que siempre me propuse ser, en uno u otro tiempo, alternándome en los cuerpos, habitando el encierro desde los inicios.

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