Friday, June 20, 2008

la ribera santiaguina se llama poesía, a veces.doc

La costa se funde con la arboleda que acaba al final de un acantilado. Hay un árbol que debería estar muerto porque nace desde una roca. J. sugiere que subamos y bebamos allá arriba. Hace un frío trepidante; las nubes se mueven con una velocidad que no señala el viento de abajo: caliente y débil. De seguro va a llover, digo, recordando las premoniciones meteorológicas de mi madre. Me he prometido estar más atento al tiempo, estoy seguro que encontraré claves en él. J. balbucea los nombres de diferentes dioses; está drogada y tiene hambre, siempre se pone a hacer ese tipo de asociaciones cuando tiene hambre. Yo comienzo, mientras bebo de un vino tordo, nuestro pequeño juego de incoherencias. Te sientes acantilado le pregunto, no, me responde; te sientes ventana le pregunto, no, me responde, y así…Es porque lo podemos ser todo bajo el sol cubierto, ahogándose la luz y nuestras vidas en el poco ímpetu que nos queda cuando nos alejamos hacia nuestro hogar. Estamos volviendo a casa, como todos los días, caminando por estas calles recorridas y admiradas, donde ya no quedan adjetivos. El desierto se llama esperanza. Tenemos tanto miedo J. y yo, tanto que es mejor estar ebrios cada vez que tenemos la oportunidad; de otra forma calzar y caminar y toparse de vez en cuando con lo incomodo de un nombre vulgar; enmarcar las situaciones en sus pequeños dramas y distinguir protagonistas, todo desde nuestro pequeño asiento de seres vivos.

Escucho mi nombre; siempre me ha gustado que me llamen por él, me devuelve algún sentido de identidad que perdí durante la adolescencia. Estoy imaginando y presintiendo una costa azul verdosa, de nombres particulares que significan una metáfora concisa de la vida. Vista sobre rocas y azulejos, títulos infames de peluquerías y bares. Todo es asombroso hasta lo impensable, donde se acaba todo. Cuando ya no puedo sentir que J. me llama, cuando la he olvidado me entristezco. Somos compañeros eternos en tanto ahora somos los que nos disparamos las mentiras del compartir: los gustos y predilecciones, la borrachera que inevitablemente nos guiará al sexo (porque somos solos y necesitados) y la miseria que nos enseñaron los libros sobre deambular con el hogar a las espaldas; vuelta a casa como joven Rimbaud. No queremos leer más no queremos escribir más, ese es el comienzo. Eso hablamos esa noche con J., sobre nuestras esperanzas y deseos: casi todos figuraciones del futuro y los otros. Nos dimos cuenta que estábamos equivocados y nos enamoramos. De inmediato tuve miedo de perderla y le dije que la olvidaría y ella dijo que bien, que no había otra respuesta y no que no esperaba menos de nosotros aspirantes a la inteligencia. Nos reímos, en nuestra vanidad lloramos y bebimos. Estaba comenzando algo fantástico y su compañía era todo lo que necesitaba, y cuando me la quiten volverá el grito y el acto del cántaro y entenderé que estaba solo, malográndome en la gente, olvidando el espacio y los espacios y todos los ruidos y los colores y las cadencias y todas aquellas cosas que realmente hablan del tiempo. Y recordaré que el dinero es la compañía y que la compañía (J. y todos) son la plusvalía que ya no quiero valer. Quiero oler y saborearme y emprender el camino literario más atractivo solo por evitar el silencio, porque no es más que vacío lo que he escuchado, desde mi nombre hasta los puntos.

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